El embudo laboral, el retorno al trabajo luego de más que merecidas, necesarias vacaciones para el docente universitario, las calificaciones y su pesado registro digital, la abrumadora cantidad de tareas pendiendo sobre mi testa: investigación, vinculación con la comunidad, tesis de estudiantes, Golazo, el hogar, mis preciosas, la vida… las obligaciones, las metas y anhelos, y el tiempo que uno gasta en cumplirlas o intentar conquistarlos, me permitieron enfocar mi próximo destino ya casi con las montañas de Medellín en mis narices.
El viaje nació un par de meses atrás, cuando en un evento para innovadores en periodismo digital, organizado en conjunto por Sembra Media y la FNPI (Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano “Gabriel García Márquez”) nos invitaron al “Festival Gabo”, evento para periodistas en el que la Fundación que hace honor al espíritu periodístico del mítico bigotudo de Aracataca, premia los mejores trabajos periodísticos de Iberoamérica en diversos formatos y áreas. “Yo voy de cabeza” pensé, cuando uno de los coordinadores nos contaba que sería a finales de septiembre en la ciudad en la que como dijo mi tío Camilo, parece que estuviesen prohibidas las feas; tenía las mejores referencias en todo sentido de amigos y familiares, además la idea de coincidir durante 3 días con cerca de 5000 periodistas de Iberoamérica, siempre será tentador para mí y para cualquier periodista.
En Lima habíamos formado parte de un Taller que se realizó el pasado Julio (2017), en el que participamos 40 periodistas de América Latina (20 fueron de países latinoamericanos y 20 del Perú), de mediana o corta carrera, con proyectos periodísticos que tienen una proyección que permite soñar con un periodismo independiente, comprometido con la calidad y con la profundidad del mensaje y del producto comunicacional en general. Ahí estuve representando a Golazo; también estuvo Alfonso Buitrago, representando a Universo Centro de Medellín, un colectivo de periodistas que publica lo que en su propia versión digital es definido como “un periódico mensual, de distribución gratuita, que se piensa en Medellín, se escribe y se dibuja desde los escritorios de diferentes ciudades y se distribuye en más de 400 sitios en el Valle de Aburrá y algunos bares, librerías, universidades y cafés en Bogotá, Cali, Pereira, Manizales y Armenia”. El periódico es su carta de presentación, su buque insignia, sin embargo este grupo de escritores produce productos periodísticos para instituciones y entidades que así lo requieran. Actualmente se encuentran desarrollando, con el auspicio de la Alcaldía de Medellín, un mapa de historias del centro de Medellín, luchando porque a través de la narrativa y principalmente mediante la creatividad, se reconquiste un espacio de vida básico para que la urbe logre latir: el centro histórico.

Llegué a Medellín el miércoles 27 de septiembre, rayando la media noche, medio dormido. Tuve prácticamente un día de viaje, contando desde mi punto de partida (ciudad de Loja), hasta el aeropuerto José María Córdova del municipio de Rionegro, Antioquia. Los últimos 50 minutos de viaje me los comí en un taxi que burlonamente nos subió y bajó de una montaña, y luego de quemar mucho freno, nos depositó en uno de los hoteles de la elegante comuna El Poblado.
8 horas de profundo sueño me dejaron repuesto y listo para un primer día intenso: inscripción y primeras actividades en el Festival Gabo en el Jardín Botánico ya me permitieron sentir el privilegiado clima primaveral que se vive durante todo el año. Después, reconocimiento de terreno mediante City Tour en bus de 2 pisos, formato que permite ver la ciudad sentado en un balcón, con la sensación de estar dentro de una caja de cristal irrompible y segura. Empecé pronto a conocer realmente Medellín por medio de su gastronomía, que realmente significa que probé todo lo que buenamente pude, y todo lo testeado me pareció bien rico. La noche la rematé comiendo hamburguesas a la parrilla y abrazando a mi amiga Aída María, médica caleña que reside en Medellín, es una especie de familiar fortuita, eso llegan a ser con el pasar de los años y en perspectiva los ex compañeros de piso. Con Aída tuvimos la fortuna de criarnos en la adultez en el Mediterráneo puerto de Valencia, tiempo común, pedazo de vida que atesoraremos siempre en nuestras almas.
En el segundo día combiné turismo urbano con turismo de naturaleza. Fuimos al Parque Arví. Para llegar hay que tomar metro y metrocable. El primero, es un metro que tiene la particularidad de ir por arriba de la calle, contrario a los metros subterráneos de diversas ciudades de Latinoamérica y Europa; el segundo, el metrocable, forma parte de un sistema de teleféricos que permite acceder a sus casas a los pobladores de las comunas que están regadas por las montañas que envuelven “Medallo”, como le dicen comúnmente en Colombia a la ciudad de la “Eterna Primavera”. Un sistema de trasporte urbano impresionante, que como me contó Alfonso, fue capaz de poner al punto de la lágrima a un amigo brasilero, quien vio como el sistema de trasporte público integrado funcionaba de maravilla, pensaba en su ciudad, en las favelas, y estuvo al borde del llanto.

Luego de visitar el orquideario del Parque Arví, de respirar aire de montaña, y de envidiar el sistema de trasporte público que funciona a la perfección y en el que se aprecian claros signos que indican que la gente entiende que la propiedad pública también es propiedad y responsabilidad de cada individuo, y en el que los funcionarios comprenden que los servidores públicos están para servir a la gente y no para dedicarse a incordiarla; por la tarde me empapé de humor y opinión en el Taller de Patricio Fernández, fundador y director de la revista chilena The Clinic y columnista de The New York Times, quien reflexionó y lo que es más importante para mí, generó reflexión sobre temas como “lo políticamente correcto y su democracia de cristal”, “los límites del humor”, “reír de las creencias”, “la diferencia entre la diversión y un delito”, “humor negro para sobrevivir”, entre otros. Quiero rescatar particularmente un extracto de la intervención referida al humor negro, del que el periodista chileno dice: “Está también en la esencia de la sobrevivencia. Nietzsche decía que el humor es una forma de sobrevivir al dolor. En el mundo pasan cosas atroces tienes dos posibilidades: decidir que estas no pasan, evitar frases molestas, o asumir que el mundo está lleno de dificultades que hay que sortear. El humor es una forma de vivir en un mundo imperfecto, donde no estás condenado solo a llorar”.
Como siempre he entendido que para mi suerte no estoy condenado a llorar, me inquietó y por supuesto que cumplí con la invitación de mi amigo Alfonso para ir por la noche a la fiesta de Universo Centro. Me planté alrededor de las 9 en La Pascasia, un local del centro que funciona como espacio cultural para exposiciones, conciertos, fiestas y eventos. De primera ubiqué a mi pana Alfonso, quien generosamente me recibió con un abrazo y me presentó a su círculo más cercano, su novia Ana y amigos que iban y venían de un lado a otro, se movían, llegaban, saludaban, se movían de un grupo a otro, hasta que todos los espacios estuvieron copados. Un par de cervezas Águila abrieron el camino a ingentes cantidades de guarito y a conversaciones cruzadas con escritores y “novias de”.
Sammer, un capo de las crónicas de ciclismo en Colombia, uno de los contertulios más adelantados en copas, me preguntó si yo también era escritor, mientras escuchábamos a los escritores y veíamos a una novia de uno declarársele fan del otro, atosigándolo a abrazos, ante la impávida mirada de un novelista al que el poder de la caña ya empezaba a dominarlo. Sin duda contesté “soy periodista”, a lo que el cronista rebatió con el inconfundible tono paisa “vos también vas a ser escritor pues, se te nota en la mirada, eso se nota” sentenció, cerrando su de intervención de pitonisa con seguridad y con un bocadito del rico Aguardiente Antioqueño. La noche duró lo suficiente para contarnos un poco de la vida, y para que Alfonso recordara aquella noche del 31 de mayo del 89, cuando su Atlético Nacional ganó la Libertadores en Bogotá en una noche para el infarto. “Nos mandó a jugar a Bogotá el malparido de Leoz, y ahí quedamos campeones, esto era una locura” se volvía a emocionar y a recordar la magia de una noche en la que un autogol de Miño prendió la ilusión y el gol del “Palomo” Usuriaga mandó la definición de la Libertadores a los penales, en la que el “Verde de la Montaña” fue más fuerte en una dramática serie en la que el último penal convertido por Leonel Álvarez permitió que Alfonso, así como miles de niños de 10 años, jovenes, adultos y viejos de Medellín y de toda Colombia se volvieran locos, golpearan las ventanas de sus casas o departamentos y salieran a las puertas de sus hogares para hacer sentir su locura y felicidad por la proclamación del primer equipo colombiano como Rey de América.
Al siguiente día, tras una mañana de sonambulismo causado por un alcohol que aún permanecía en mis venas, y tras recorrido y compras por el gigante Centro Comercial Santa Fé, en El Poblado, mandé un mensaje a Alfonso para preguntarle si se animaba a ir a la cancha a ver al Atlético Nacional contra el Huila a las 18:00. “Claro, vamos” contestó. Para eso yo ya tenía comprada hasta camiseta del “Verdolaga”. El operativo casi se desarma cuando se dañó la tarde y el aguacero se largó cerca de las 16:00. Llegamos al acuerdo de suspender el plan durante dos minutos. Menos mal Alfonso volvió a llamar para decir que Pascual, el otro amigo que estaba incluido en el parche, seguía animado y que igual “le hagamos”. Cavilé en esos momentos que los estadios son una especie de islas encantadas, como las islas de Galápagos, o como los volcanes, seres inertes con su propia personalidad, caprichosos, que sólo se dejan ver y visitar cuando ellos quieren. Finalmente el Atanasio Girardot se dejó visitar. Ya había advertido durante el City Tour del primer día, sobre el impresionante complejo que es la Unidad Deportiva Atanasio Girardot, en la que envuelven al estadio, cerca de 50 escenarios, como piscina olímpica, velódromo y patinódromo, coliseos de baloncesto, canchas de sófbol y béisbol, escenarios de voleibol, tenis de mesa, ajedrez, kartódromo, ciclovías, canchas de fútbol auxiliares y coliseo para atletismo, entre otros.
Pascual Gaviria, editor de Universo Centro y fiel seguidor del equipo “Verde de la Montaña”, con quien habíamos quedado el día anterior para ir al estadio, le dio a Alfonso las coordenadas para que contactara a “Piña Loca”, el revendedor, con quien había que negociar las entradas para la Tribuna Norte. Cuadraron por teléfono y el revendedor nos esperó en una calle lateral del estadio. La lluvia era más intensa en ese entonces, el vendedor se acercó y Alfonso hizo una oferta intentando redondear el negocio en 90.000 pesos, pero “Piña Loca” respondió que más bien esperaba que le den 100.000, con la propina por estar debajo de la lluvia, lo que se zanjó con el pago de 92.000 (aproximadamente 7 dólares americanos por entrada), el precio hablado de antemano entre el revendedor y Pascual.
Ana aparcó el auto en una calle aledaña al Atanasio, y mientras esperamos en el bar La Caribeñita a Pascual, viendo la lluvia y preparándonos para mojarnos, nos tomamos un par de cervezas que atenuaron la sed arrastrada por la resaca aguardientosa. Una vez llegó el esperado y con el grupo completo, intentamos apurarnos y entrar rápido al estadio, ya pasada la hora señalada para el inicio del cotejo.

El intento de apurarnos fue frenado por la policía local, quienes apostados en un ingreso general a todas las localidades, exigían realizar una fila de una persona y revisaban en el primer control cédula y entrada de cada espectador. Cuando pasamos y pensé que habría que acelerar el paso porque el partido inminentemente daría inicio, fue cuando Pascual hizo un inesperado stop donde “La Mona”, una vendedora de unos 50 y pico de años que tiene un puesto en los locales ubicados dentro del complejo deportivo, en los que con toda la tranquilidad del mundo nos tomamos un guarito, nos comimos un mango verde picado a trozos, y agarramos una cerveza Polar para ir tomando hasta el siguiente control. Finalmente, y ya con el partido iniciado, tras pasar por la mítica cancha Marte 2, ubicada a un costado del escenario profesional (templo en el que todos los jugadores amateurs de la ciudad habían soñado con pisarla alguna vez), superamos el control del estadio apurados por el personal de las puertas, quienes procedían ya a cerrar ese ingreso. Ya casi adentro, nuevamente otro control, ahora tocaba recitar el número de cédula ante un par de muchachos que introducían en un aparato digital el registro de cada asistente. “Verificamos antecedentes” dijeron.

Subimos lo que más se podía, hasta encontrar la entrada más alta, perseguimos en fila india a Pascual, un habitual aficionado que sabía con precisión a donde dirigirnos. Seguimos subiendo y el perfume del cannabis se hacía cada vez más profundo, llegamos a la última fila y girando hacia la izquierda encontramos un espacio vacío donde pudimos pararnos con comodidad, contemplando una hermosa panorámica del estadio, con un gramado que impactaba tanto por su verdor como por los charcos que inundaban pequeñas parcelas. Los asientos que estaban abajo nuestro se habían convertido por la lluvia en pequeñas piscinitas blancas y nosotros de cara al partido, no podíamos disimular la alegría que se siente cuando finalmente uno está ya ubicado viviendo un partido.

Sobre la cancha, poco pasaba, por lo que imperó la charla, las cervezas, la anécdota de Pascual sobre el partido de Semifinales de Libertadores contra Rosario Central en la última Copa ganada por el Atlético Nacional, los comentarios sobre la fiesta de la noche anterior, reparar la presencia de jugadores nuevos como el venezolano Ronaldo Lucena, también recordar la historia de la azarosa llegada del arquero Armani, quien se adueñó de un pórtico al que llegó adolescente y anónimo, y se transformó en una figura gigante del ámbito internacional al consagrarse campeón de América. El mejor resumen de lo que pasó en lo futbolístico en el primer tiempo lo firmó Pascual con el siguiente tweet:

En el entretiempo hubo show de luces y linternas de teléfonos celulares, en lo que se llamó “Día del Aficionado”. Homenajearon al “Lechero” , Hernán Darío Herrera, ex gloria del Club, posteriormente se sortearon 4 motocicletas que obviamente ninguno de nosotros se ganó. Pascual me explicó que “El Día del Aficionado” era un recurso que utilizaba la dirigencia para tratar de superar el impase que se dio entre afición y dirigencia tras la oscura salida de Reinaldo Rueda del banquillo del “Rey de Copas” colombiano, que alejó a la afición de los graderíos, hecho en el que la mayoría de la hinchada le achacan buena parte de responsabilidad a Juan Pablo Ángel, ex figura como jugador verdolaga, y actual directivo del club, por intentar imponer una metodología de trabajo físico acorde al Centro de Alto Rendimiento construido por el club, que exigía la salida de Carlos Eduardo Velasco y que terminó con el éxodo del técnico campeón de la Libertadores con destino final Flamengo, hecho que supuso la llegada del entrenador español Juan Manuel Lillo, resistido por gran parte de la afición verdolaga, que no logra identificarse con el juego del equipo, y que no se explica el por qué dejaron ir por la puerta de atrás a un técnico campeón.
En la segunda etapa lo mejor siguió siendo la cerveza y la charla, el espectro de conversación se iba ampliando mientras en la cancha el Huila al contragolpe seguía avisando que era capaz de lastimar. Cuando en la cancha hay pocos estímulos y el equipo de Lillo daba razón a sus detractores expresando un fútbol que sabía a nada, inconscientemente se busca color en otros lados, y vaya que Atlético Nacional tiene estímulos en su hinchada: color, música y aliento constante y continuo en una afición que vive una mezcla de concierto, carnaval y ritual religioso. No pararon nunca “Los de Sur”, que se jactan de copar Bogotá y de ser el equipo más popular de Colombia, vencieron a la lluvia derrochando ritmo, compás y fe, para que los de abajo, los que estaban sobre la cancha algo se contagiaran, y más de arepa (suerte) que por méritos, se encontraran con un grito de gol producto de un remate desde fuera del área del tal vez más calidoso jugador del equipo, Macnelly Torres, remate que rebotó en un defensa y derrotó la resistencia del portero del equipo de la ciudad de Neiva, cuando se acercaba ya el final del partido.
Cuando terminó volvimos al puesto de “La Mona” por un par de cervecitas y guaritos más, para seguir comentando la vida. Las cámaras de vigilancia importunaban el parche nuestro y el de las mesas de al lado, que con la mayor pasividad del caso digeríamos el partido con un poquito más de mango verde, cerveza Polar y aguardiente antioqueño, y sobre todo charla.
La noche se cerró cenando en un asadero, contando nuestros planes, hablando de política, prometiéndonos encontrarnos y esperando que este no fuera el final si no el inicio. Alfonso me regaló tres libros: su novela que ya va por la tercera edición de la editorial Planeta “El hombre que no quería ser Padre”, y dos libros sobre sobre fútbol antioqueño, que sirvieron también como excusa para ir a conocer la sede que Universo Centro tiene arriba de uno de los bares del parque del periodista, espacio de tolerancia, más bien de desfogue, para quien quiera tomarse o fumarse algo en un espacio público de Medellín.
Ana y Alfonso me dejaron en mi hotel con la promesa de volvernos a encontrar pronto aquí o allá, rondaba ya la medianoche. En menos de diez minutos hice la maleta, me acosté y puse el despertador en mi oreja. A las 3 am el ruido del despertador me sacudió y me hizo que rebotara desde la cama, alborotado, agredido y confuso, hasta que logré enfocar y tuve claro el panorama y pensé: “esto se acabó”.